miércoles, 25 junio, 2025

Anomalías y anormalidades

He aquí un dato que a veces se olvida: Milei es el presidente de la Nación que llegó al poder con mayor porcentaje de votos de la historia argentina (55,65). Sólo lo supera la marca obtenida por Perón en 1951 (62,49), que no corresponde a un acceso al poder sino a una reelección, y la del mismo Perón en 1973 (61,86), un caso muy especial, único en el mundo, de re-reelección tras 17 años de exilio y con el propio partido en el gobierno desde cuatro meses antes. En términos estadísticos debería decirse que Milei es el presidente más votado de la historia después de Perón, aunque a él en particular no le gusta verse en ningún segundo puesto, mucho menos tener que ensalzar al marmóreo líder de sus rivales, por eso cuando menciona el tema al general lo despacha.

Pero el cuadro también quedaría sesgado si no se incluyera un récord concomitante: Milei es el presidente con menos legisladores propios que haya existido jamás. Sólo cuenta con el 8 por ciento de los senadores (en el bloque de La Libertad Avanza son 6; eran 7 pero se les fue uno) y con el 15 por ciento de los diputados (39). Un milagro que con semejante anorexia parlamentaria se las haya ingeniado para llevar adelante el gobierno con métodos cuanto menos distintos de los de Figueroa Alcorta, quien en 1907 mandó a los bomberos a cerrar el Congreso. Bloques libertarios, encima, que carecen de líderes de fuste, cuyos miembros no lucen por la oratoria, tampoco por la disciplina. Se sabe de ellos cuando hay -como diría Aníbal Fernández- alguna pelea de peluquería.

De la ley Bases en adelante, apuntalado por DNUs, vetos y sobre todo gracias a precarias, dinámicas alianzas ad hoc con macristas, pichetistas y radicales, Milei ya casi puede decir que superó una de sus pruebas más difíciles, la de arreglárselas en el Poder Legislativo con lo que le tocó. Un poco le tocó por las reglas, otro poco por ser demasiado nuevo. Su genética turbulenta no siempre tiene responsabilidad en los extremos que él protagoniza.

Perón también era nuevo cuando llegó en 1946. El Partido Laborista, que piloteó la coalición peronista, fue creado apenas cuatro meses antes de las elecciones (La Libertad Avanza nació como alianza electoral en 2021). Pero como ocurrió siempre después de una dictadura, el Congreso comenzó de cero. Todas las reglas favorecieron al ganador: con el 52 por ciento de los votos, sobre un total de 158 bancas se quedó con 110. El Senado se lo llevó entero, salvo las dos bancas de Corrientes. En palabras del historiador Luis Alberto Romero, Perón inició su gobierno constitucional con tanto o más poder que el que había tenido al fin del gobierno militar.

El 55,65 que llevó a Milei a la Casa Rosada (después de dejar 12 puntos abajo a Sergio Massa) constituye, entonces, una anomalía histórica por su robustez. Más allá de la singular profesión de economista, del panelismo intensivo que practicaba, de haber llegado con un partido sin historia y de ser dueño de una determinación personal a toda prueba, la hazaña está relacionada, primero que nada, se lo ha dicho mil veces, con la representación empática del hartazgo colectivo causado por los desbarajustes previos.

Pero la falta de vigor parlamentario de Milei no es una anomalía sino una anormalidad. La diferencia entre anomalía y anormalidad reside en los efectos. La primera es una variación natural, llamativa, de la norma. La segunda, una desviación, un problema. Podría decirse acá, un problema difícil, ni más ni menos que el que el gobierno tratará de atenuar dentro de 123 días, en las elecciones de octubre. Si las gana, como todo hace pensar, sus dotaciones parlamentarias dejarán atrás la etapa raquítica, es cierto, pero podrían seguir siendo minoritarias, quién sabe, detrás de la minoría principal, el peronismo-kirchnerismo. Que está en vías de moderado encogimiento, no de extinción.

La retórica de campaña, en el caso de Milei excitada además de exitista, camuflará un detalle maldito de las reglas: arrasar con bancas en una elección intermedia no es posible. Por más que Milei tenga el apoyo de la mayoría de la sociedad, por más que salga primero a nivel nacional, al control del Congreso, creen muchos expertos, no lo va a conseguir este año en las urnas.

Las elecciones presidenciales tienden a polarizarse (o bien el sistema fuerza la polarización con el balotaje) mientras en las legislativas lo natural es la atomización. Además de eso, nuestra peculiar Constitución reduce a la mitad los efectos de la elección de diputados, algo que se vuelve especialmente relevante en momentos en que hay cambios significativos en las preferencias de los votantes. Al renovarse la Cámara de Diputados por mitades el sistema protege a los partidos que pierden votos y perjudica a los que ganan. En casi todas las asambleas del mundo la renovación es total. En Estados Unidos, por ejemplo, se eligen cada dos años los 435 miembros de la Cámara de Representantes. En la Argentina el 26 de octubre se elegirán 127 diputados del total de 257.

El Senado tiene su propio amortiguador, se renueva por tercios cada dos años, en eso sí, igual que en Estados Unidos (allá son 100, dos por Estado). En octubre sólo eligen senadores nacionales la ciudad de Buenos Aires, Chaco, Entre Ríos, Neuquén, Río Negro, Salta, Santiago del Estero y Tierra del Fuego, a razón de tres por provincia (dos por la mayoría y uno por la minoría, aunque ha pasado que los tres resulten ser peronistas encumbrados por dos partidos diferentes).

Ni siquiera una muy buena elección podrá traducir en bancas la promesa poética de ponerle el último clavo al cajón del kirchnerismo. La política admite que las cosas se vean de una u otra manera después de una elección legislativa. Se la puede interpretar por los resultados totales, los provinciales, los de un distrito estrella. Este año, hasta por una sección provincial que se puso de moda, la tercera bonaerense. Por distritos sumados o por porcentajes de votos nacionales. Lo que uno quiera. Pero la aritmética parlamentaria, leit motiv, se supone, de las legislativas, no admite análisis creativos, se trata de bancas que se suman y bancas que se restan después de que el sistema inventado por el matemático belga Victor D’Hont, jurista y matemático, traduce los sufragios en escaños. Una cuenta de la que luego depende que el gobierno tenga o no el número para sacar las leyes que necesita para cumplir sus objetivos.

La cuestión es que entre anomalías y anormalidades yuxtapuestas hay algo que no parece estar funcionando bien. Milei llegó al poder catapultado por el balotaje después de una primera vuelta que ganó Massa con un número respetable, 36,78 por ciento. Milei sacó 29,99. Y en esa elección -con la tradicional boleta partidaria que engancha categorías diversas, desde este año en desuso a nivel nacional-, se eligieron los diputados y senadores. Son las reglas. Pero sucede que menos de un mes después, cuando los candidatos a presidente se redujeron de 5 a 2 (en las PASO habían sido 17) la sociedad eligió de manera aluvional a Milei y descartó al peronismo-kirchnerismo. El humor del electorado del balotaje puso a Milei en la Casa Rosada. El humor del electorado en la elección previa ganada por Massa ya había puesto en el Congreso a la mitad de los diputados que hay hoy (con mandato hasta 2027) y a un tercio de los senadores (que se quedan hasta 2029).

Según los estudios de opinión más serios, sea por convicción, esperanza, satisfacción, resignación o hartazgo de lo conocido, la mayoría de los argentinos apoya hoy al gobierno y rechaza al peronismo-kirchnerismo. Pero la proporción de fuerzas que hay en el Congreso dice otra cosa. Aparece invertida.

Y como el sistema de recambio está retardado a propósito (los constituyentes de 1853 pensaron, con la dimensión del tiempo de entonces,

que así el sistema adquiriría continuidad) lo más probable es que a Milei le toque gobernar los últimos dos años del mandato (¿primer mandato?) con un Congreso todavía con importante presencia opositora, aun si a nivel nacional saliera primero.


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