jueves, 17 julio, 2025

El vocero y la devaluación de la palabra oficial

La investigación sobre un avión que llegó desde Miami a Buenos Aires con diez valijas misteriosas que habrían eludido los controles de rutina no solo instala una sospecha sobre el funcionamiento de la Aduana y sobre presuntas “órdenes de arriba” para hacer la “vista gorda”. También pone en discusión algo sustancial y de fondo: el valor de la palabra oficial, la confianza en la información que brinda el Gobierno y el propio compromiso ético del vocero presidencial con la rigurosidad de los datos y la verdad de los hechos.

Un dictamen de los fiscales Claudio Navas Rial y Sergio Rodríguez ha exhibido, con filmaciones y constancias documentales, una secuencia de escenas que contradicen abiertamente las afirmaciones que, con tono categórico, y hasta pendenciero, había hecho el vocero presidencial sobre ese mismo episodio. Hay una enorme distancia entre lo que quedó documentado a través de la investigación judicial y lo que afirmó el funcionario: las imágenes muestran diez bultos que ingresaron a Aeroparque cuando el vocero afirmó que “jamás bajaron del avión”; una cámara confirma que la única pasajera ingresó por un canal paralelo, sin pasar por el scanner, cuando el responsable de la comunicación oficial dijo, tajante, que “se sometió a todos los controles”. Negó, además, todo vínculo de la pasajera con el Gobierno, cuando una foto la muestra con el Presidente y es empleada, además, de un empresario contratado por la SIDE.

Las valijas del avión que no habrían pasado por el control aduaneroCaptura

Los interrogantes resultan inquietantes: el funcionario que habla en nombre del Gobierno, ¿hizo afirmaciones sin saber o falseó deliberadamente los hechos? ¿Cometió una imprudencia o intentó, con toda intención, ocultar información y “vender” lo que en la jerga periodística se llama “pescado podrido”? No se trata solo de examinar la conducta de un burócrata gubernamental, sino de formular preguntas sobre la consistencia de algo tan sensible como la palabra oficial. La cuestión de fondo pasa por determinar el grado de confianza que se puede tener en la información que brinda el Gobierno sobre asuntos delicados, como podría ser el del avión o el de la criptomoneda $LIBRA. ¿El portavoz brinda datos verificados o actúa como un mero ventrílocuo, y dice lo que le mandan a decir sin asegurarse de que eso tenga algún sustento?

El vocero presidencial debería ser, por la naturaleza de su cargo, el funcionario más comprometido con la rigurosidad y la calidad de la información pública. Debería exhibir, además, un estricto compromiso con el uso responsable de las palabras, que por la representación que ejerce, no son palabras propias, sino que representan al Gobierno y al propio Presidente. Por supuesto que muchas veces le tocará eludir una respuesta categórica, aportar una caracterización distinta de determinados hechos o desmentir ciertas afirmaciones de la prensa. En ningún caso debería hacerlo con falsedades, tergiversaciones o afirmaciones infundadas. Tampoco con una técnica que últimamente se ha hecho habitual: imputarles a otros haber dicho lo que no dijeron. En el mismo episodio del avión, le atribuyó a Carlos Pagni, el periodista que dio la primicia sobre la aparente irregularidad en los controles aduaneros, haber hablado de “valijas llenas de dinero”, cuando Pagni jamás especificó el contenido de las valijas; dijo, por el contrario, que no se sabía qué llevaban adentro.

Cuando se observa en perspectiva la actuación del vocero presidencial se advierten, desde el inicio de su gestión, rasgos que tal vez deberían haberse interpretado como síntomas de cierto desapego por la sobriedad, la vocación de servicio y el profesionalismo que exige esa función. El “Fin” con el que concluye todas sus comunicaciones en redes parece simbolizar el empeño por tener la última palabra, marcar un límite a la conversación y arrogarse el patrimonio de una verdad absoluta; como si las cosas terminaran con lo que el vocero dice, sin admitir la posibilidad de que alguien tenga algo que agregar, repreguntar o debatir.

En el tono de las conferencias de prensa empezó a imponerse cierto aire de arrogancia y hasta alguna vocación por el combate y la confrontación, más que por el aporte de información precisa y rigurosa.

En la conferencia de prensa del 12 de marzo pasado, donde el vocero hizo afirmaciones que ahora se revelan infundadas sobre el caso del avión, asoma una peligrosa pretensión de imponer un relato por encima de los hechos: no importa cómo fueron las cosas, sino cómo digo yo que fueron las cosas, como si se buscara adulterar la realidad e imponer una versión ajustada a las conveniencias y los deseos del poder. El kirchnerismo convirtió esa metodología en un sistema. ¿Ahora se intenta recrearlo desde un sesgo ideológico antagónico?

Es por lo menos sugestivo el lanzamiento que acaba de hacer el vocero presidencial de un programa que se llama Fake-7-8. Intenta ser una parodia del ciclo ultrakirchnerista 6,7,8, pero, tanto en su espíritu como en sus objetivos, lucen más los parecidos que las diferencias.

Es cierto que Fake-7-8 no se transmite, al menos por ahora, a través de la TV Pública, sino de un canal privado de streaming. Eso no lo exime de algunas dudas: ¿cómo se financia? En la primera edición, el viernes pasado, quedó claro que el vocero es asistido por al menos dos colaboradores. ¿Trabajan ad honorem? Pero además hay un costo de operación, de estudio, de producción. ¿No se debería informar cómo se solventan esos gastos? Los canales de streaming, en general, se financian con publicidad. ¿Sería ético que el vocero presidencial reciba auspicios para un programa propio? La falta de precisiones no parece contribuir a la transparencia.

El primer programa del vocero presidencial por YouTubeCaptura

Como conductor de Fake-7-8 el vocero parece apartarse definitivamente del perfil de un servidor público para ponerse el traje de provocador público. La intención es refutar a medios y periodistas con un histrionismo tosco, pero burlón. Ubica a la prensa como una enemiga a la que el funcionario viene a desenmascarar. El lema podría ser: “Mi versión importa más que la verdad”.

Como su antecesora en el cargo, el actual portavoz se muestra enamorado del personaje que ha construido de sí mismo, con un afán de protagonismo personal que por momentos eclipsa al de los propios ministros. Más que un sobrio trabajo profesional al servicio de la ciudadanía parece ejercer un ruidoso unipersonal dirigido al núcleo duro del oficialismo, donde sus réplicas irónicas se festejan con estilo bravucón. De hecho, la militancia libertaria lo considera un “gran domador” de periodistas, como si su función consistiera en domesticar a la prensa en lugar de articular, en un marco de pluralismo democrático, el vínculo entre el Gobierno y los medios de comunicación. Su performance parece más orientada a cosechar la palmada de “el jefe” que a cumplir con su deber institucional.

Más allá de los estilos y las formas, que siempre tienen que ver con el fondo, el streaming del vocero contribuye deliberadamente a empobrecer y embarrar el debate público. Califica como fake news lo que en realidad son opiniones, interpretaciones, pronósticos o estimaciones, a los que en todo caso les podrán caber otros adjetivos, pero que de ninguna forma son noticias falsas. En su criterio, por ejemplo, incurrió en una fake (una mentira) un periodista que consideró que el Gobierno había tenido “su peor día” el jueves pasado, cuando el Senado aprobó varias iniciativas que el oficialismo había intentado bloquear. Según el vocero, “el peor día” había sido el de Alberto Fernández, que en esa misma jornada fue procesado por corrupción en el caso de los seguros.

El de las fake news es, efectivamente, un problema grave en las sociedades modernas, donde los avances tecnológicos han abierto oportunidades inmensas, pero también han tornado más vulnerable a la ciudadanía frente a la manipulación informativa. Distorsionar el concepto de “noticia falsa”, equiparándolo a una mera opinión, es una forma de agravar el problema, no de levantar barreras frente al peligro que representa su distribución.

Un caso típico de fake news fue el video adulterado con inteligencia artificial que, en las vísperas de la última elección en la ciudad de Buenos Aires, le hizo decir al expresidente Mauricio Macri que “bajaba” a su candidata y que había decidido, a último momento, apoyar al postulante oficialista, que, a la sazón, era el vocero presidencial. En ese caso, el oficialismo contribuyó a potenciar la circulación del video falso, incluso desde cuentas de funcionarios. No hay registros de que el vocero haya salido a refutar y condenar aquella noticia falsa que, como tantas otras, fue desenmascarada por la prensa profesional.

El video falso generado con IA, salido de las cuentas de LLA, en el que Macri llama a votar por Adorni

La estrategia es clara: caracterizar a los medios como usinas de fake news, mezclar todo, incentivar la desconfianza en el periodismo independiente, hostigar a los que critican, contaminar el debate público y borronear las fronteras entre lo verdadero y lo falso con el objetivo de sacar provecho en ese río revuelto. Unos lo intentaron con 6,7,8. Otros con Fake-7-8. La vocera de Alberto Fernández y los panelistas de aquel programa kirchnerista se sentirán en algún punto reivindicados. Podrán decir, con aquella arrogancia que los caracterizaba, pero también con algo de razón: “Hicimos escuela”.

Salvando las distancias, tal vez el pasado tenga algo que enseñarnos. Hoy nadie se acuerda de Ronald Ziegler. Fue el vocero de la Casa Blanca durante el gobierno de Nixon. En una conferencia de prensa dijo que lo ocurrido en el edificio Watergate “fue un intento de robo de tercera categoría” y acusó a la prensa de “hacer sensacionalismo”. Le terminó pidiendo disculpas al Washington Post. Es historia; no es fake news.

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