Durante nueve meses, Felipe vivió en una habitación del Hospital Italiano esperando un corazón. A un mes y medio del trasplante, su mamá, Pamela, todavía se emociona cuando lo ve buscar un juguete con sus propias manos o sostenerse un poco más erguido. “No podía abrir las manos antes. Siempre tenía el pulgar hacia adentro, hacía mucha fuerza. Ahora las abre solo, busca los juguetes, los agarra”, cuenta. “Antes no lo hacía. Es increíble”, repite a Clarín.
Felipe está por recibir el alta para su internación domiciliaria. No será un regreso a casa definitivo (la familia es de Neuquén), pero el cambio de rutina marca un antes y un después. Después de tantos días de encierro, tanto monitoreo, tanto miedo, su mamá se permite imaginar una escena sencilla: “Lo único que quiero hoy es compartir un mate con mi marido, mirar a nuestros hijos y decir: lo logramos”.
El 18 de junio, Felipe fue trasplantado. El corazón que hoy late fuerte en su pecho era de Luca, el nene con el que compartía la habitación. Esa coincidencia, tan triste como extraordinaria, marcó a ambas familias para siempre.
Pamela recuerda que ese día esperaban la confirmación de que el órgano era viable. Estaban en un pasillo cuando Paula, la mamá de Luca, se le acercó. “Me toca la espalda y me dice que les habían dicho que el corazón había dejado de latir inmediatamente y que había vuelto a latir fuera del cuerpo. Era viable. Se podía llevar adelante el trasplante”, recuerda.
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Lucas vuelve a su casa
Después vino el abrazo. “Les dijimos que salvaron la vida a nuestro hijo. Rompimos en llanto, los cuatro”, se emociona Pamela al recordar el momento en que le aseguraron que la operación había sido exitosa. A partir de ahí, el tiempo se mide distinto. “Cuando salió del quirófano estaba todo invadido, todo hinchado. Fue duro verlo así, pero sabíamos que había una posibilidad de que salga así, pero todo fue para mejor”, explica.
Y Felipe respondió. Mejor de lo que nadie esperaba. “Es increíble”, dice Pamela. “Los médicos estaban re asombrados. Evolucionó súper bien. Tuvo un derrame pleural que nos asustó unos días, pero lo resolvió. ¡Ya no está más!”, dice emocionada. En cada revisión, los cardiólogos se sorprenden. “Tiene un tremendo corazón”, le dijo una médica en el último control.
En una casa, a una cuadra del hospital, preparan todo para la internación domiciliaria. “Me da miedo”, reconoce Pamela. “No porque le pueda pasar algo, estamos cerca, pero no es su casa. Tampoco es lo conocido”. Durante el año que viene seguirán en Buenos Aires. Pero el anhelo de volver a Neuquén está cada vez más presente. “Ya el hecho de salir del hospital conlleva un montón de responsabilidades… Estar los cuatro juntos fuera de esas cuatro paredes, eso es lo que importa”, dice entre lágrimas.
Felipe, que tiene un año, va reconociendo cada vez más cosas. Sonríe cuando ve entrar a la gente de limpieza. Se ríe a carcajadas con un “lip trip” mal hecho por una kinesióloga. Sigue con la mirada a quienes ve siempre. Llora cuando escucha el sonido de una gasa. “Reconoce todo”, enfatiza su mamá. “Es todo regordote, simpático. Y está conectado. Eso también asombra”, admite.
La conexión con la familia de Luca no se terminó con el trasplante. Se mantiene desde el respeto, el amor y también la comprensión del dolor. Paula, la mamá de Luca, le pidió un gesto que conmovió a Pamela: que le cantara a Felipe una canción que le gustaba a su hijo. “Se la canté”, cuenta Pamela. “Me la mandó en audio, me explicó que Luca siempre se dormía con esa canción, y me pidió que se la pusiera a Feli, o que se la cantara, que quizás él la reconocía de algún modo”, explicó.
Paula también le dijo que sentía, y que incluso creía que la ciencia lo podía explicar, que algo de Luca seguía vivo en Felipe. Que quizás no sólo era el corazón, sino alguna forma de memoria emocional, celular. “Me dijo que ojalá en los avances que él tenga, en sus gustos, en sus reacciones, haya algo de Luca también”, recuerda Pamela.
En el horizonte más cercano está la mudanza al departamento y el homenaje que están organizando en Cutral Co, el pueblo natal de Luca. Será el 9 de agosto en el Cuartel de Bomberos, donde habrá una jornada de concientización sobre la donación pediátrica de órganos. Allí viajará Pamela y se reencontrará con Paula y su esposo. La elección del lugar no es casual: Luca era fanático de los bomberos. Soñaba con ser uno cuando fuera grande. “Primero les pregunté si querían hacerlo, si estaban listos. Me dijeron que sí. Es su lugar, su gente. Es lo que él amaba”, dice Pamela.
El homenaje también será un modo de agradecer, de visibilizar lo que la donación puede significar. “No es que te alivie el dolor, dice ella, pero que otra mamá vea que su hijo está vivo porque alguien tomó esa decisión… quizás eso sí genera algo. Un alivio, un sentido. No sé. No quiero ponerle palabras que no me corresponden. Pero para nosotros significa todo”.
En la familia de Felipe saben que el camino sigue siendo largo. Hasta el año próximo deberán permanecer en Buenos Aires. La casa en Neuquén está alquilada, pero su corazón, el de Pamela, ya empieza a imaginar ese regreso. “Quiero que corra por el pasto. Que lo vea su abuela. Que escuche los pájaros. Que vea el cielo de verdad. Acá no hay cielo, solo ve los pasillos del hospital”, dice conteniéndose las lágrimas.
Mientras tanto, Felipe sigue creciendo. Contra todo pronóstico, mejorando su movilidad, su postura, su conexión con el entorno. “Nos dijeron que quizás no caminara nunca, o que tuviera que usar una silla, un bastón. Pero la neuroplasticidad es real”, dice Pamela. “Les agradezco a los médicos, pero confío en mi hijo. Nadie pensaba que iba a llegar al corazón, y llegó. Así que no me sorprendería que un día empiece a caminar”.
“Y si tiene que usar silla de ruedas, yo lo voy a llevar por el mundo. Mientras viva, eso es lo único que importa”, dice Pamela.
Por su experiencia de vida, su lucha por la donación de órganos sigue latente y siempre menciona a Eka, una nena que espera un corazón como lo esperaba Felipe, y cuenta entre lágrimas que ella vio pasar a todos los nenes que esperaban un trasplante. Está internada en el Italiano desde antes de que llegaran ellos. A veces la cruzan en los pasillos, la ven en los controles. “Cada vez que escuchamos que entra un corazón pediátrico, miramos a ver si es para Eka. Ella también se lo merece”, dice Pamela. “Nadie debería esperar tanto”, describe.
Pamela sueña con lo simple: salir al jardín, mirar el cielo, tocar el pasto, ir a buscar a su hijo mayor al colegio con Felipe en brazos. “Quiero que crezca sano, libre, fuerte, que siga sonriendo con esa sonrisa hermosa. Todo el mundo dice que él vino para cosas grandes. Y seguramente así sea”, dice al cerrar.
AS/AA