miércoles, 20 agosto, 2025

Cuando un juez se olvida del erario público y se convierte en burócrata de ONG

La decisión, que se presenta como un acto de «justicia«, es en realidad un golpe artero al principio de equilibrio fiscal y a la más básica noción de sentido común. El magistrado, en su afán por vestirse de héroe de los desprotegidos, parece haber confundido el estrado con el escenario, y la ley con un emotivo melodrama.

La resolución de González Charvay, que declara la invalidez del veto presidencial, se basó en el amparo presentado por los padres de dos niños. Con una retórica que roza lo infantil, el fallo argumenta que  “el derecho a la salud, educación y rehabilitación de niños con discapacidad debe prevalecer frente a restricciones presupuestarias”.

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¿Acaso el juez vive en un mundo donde el dinero se materializa por arte de magia? ¿O ignora olímpicamente que cada peso que se gasta debe salir del bolsillo de los contribuyentes? El fallo, lejos de ser un acto de «protección«, es una carta abierta a la irresponsabilidad fiscal, y el magistrado, un mero burócrata del populismo, se atreve a sentar jurisprudencia sobre el futuro económico de todos los argentinos.

Cuando la técnica jurídica se va por el desagüe

El fallo del Juez González Charvay no solo es ideológicamente sesgado, sino que además, desde una perspectiva estrictamente técnica, es un mamarracho jurídico. Como bien señala la doctrina y el sentido común, el veto presidencial, es decir, la “no aprobación de un proyecto de ley”, no es un acto justiciable. No es un acto administrativo, no es un decreto, no es una manifestación externa con efectos directos sobre los ciudadanos. Se trata, como acertadamente se describe en el análisis jurídico que ha circulado, de una “manifestación interna de voluntad” dentro del complejo proceso de formación de una ley.

El juez, en su papel de burócrata de ONG, ha cometido la mayor de las burradas al ignorar este principio fundamental. Al judicializar el «no», el magistrado ha sustituido el proceso legislativo por su propia interpretación caprichosa, convirtiendo a los jueces en una «tercera cámara«, un oficio que la Constitución no les encomendó. Al permitir que el control judicial se active sobre «cada gesto«, y no solo sobre los resultados finales que afectan directamente a los ciudadanos, el juez Charvay  ha mostrado una torpeza y un desconocimiento de la doctrina que solo puede ser calificado como un acto de profunda ignorancia o de deliberada mala fe. En esta triste escena, la imagen de un juez con una toga y una orejas de burro ilustra perfectamente la situación.

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El argumento presidencial, que invocó el  “equilibrio fiscal innegociable”, es el único serio y responsable en esta discusión. El veto se basó en un impacto fiscal estimado de hasta el 0,42% del PBI. En un país que se desangra por el gasto público descontrolado, la postura de no aceptar un incremento sin una fuente de financiamiento clara es la única vía para evitar un colapso económico total. Pero al juez Charvay, inmerso en su burbuja de privilegios, parece importarle poco la sostenibilidad del Estado. Su decisión es un puñetazo en la cara a todos aquellos que se esfuerzan por sanear las cuentas públicas.

González Charvay, en su afán por citar tratados internacionales y opiniones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se olvida de la realidad local, de los límites de un presupuesto nacional y de las consecuencias de su propio fallo. Es, en esencia, un magistrado que prefiere el aplauso fácil del populismo a la rigurosa aplicación del derecho y al respeto por las finanzas de la nación. Un vergonzoso espectáculo judicial que, una vez más, nos recuerda el peligro de dejar el futuro del país en manos de activistas con toga.

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